El susurro de lo prohibido
En un rincón perdido de la tierra, donde los valles susurraban sus secretos al viento y las montañas se erguían como guardianes de antiguas promesas, floreció un amor que no debía ser. Un amor que los dioses mismos había prohibido, pues, en ese pequeño rincón del mundo, las fronteras no solo estaban en los mapas, sino en los corazones. La ciudad y la villa, como dos mundos distantes, nunca deberían tocarse. Y, sin embargo, se tocaban con la fuerza de un amor que ni la ley ni la tradición podían contener.
Elena, hija del alcalde, vivía entre espejos de cristal y
risas vacías, un alma atrapada en la luz artificial de un futuro prefabricado.
Su vida era un carrusel de sonrisas obligadas y promesas que no la hacía
vibrar. El amor, en su mundo, era un contrato, un acuerdo entre familias, un
simple trámite. Pero en lo profundo de su ser, había una parte que suspiraba
por algo más, algo que no se pudiera comprar ni ordenar, algo que la haría
sentir viva.
Miguel, por su parte, era un hombre que se fundía con la
tierra. Nacido entre los surcos de un campo que nunca descansaba, su vida era
sencilla, pero su alma ardía con una pasión tan pura que no se podía ver a
simple vista. Su amor no era un lujo; era un suspiro de viento, un sol en la
mañana, una lluvia suave que besaba la piel. Había nacido para amar sin
barreras, sin las cadenas de los adornos que el mundo ponía en los corazones.
Su encuentro fue un accidente, como los amores más grandes,
como las estrellas que caen del cielo por un instante y luego se apagan. Fue
una tarde en la que Elena, harta de las sombras de su palacio, decidió escapar
hacia el río. La calma del agua le susurraba algo que no podía entender, algo
más allá de lo que le enseñaron en los salones dorados. Allí, en la orilla, vio
a Miguel. El sol se reflejaba en su piel, y ella, al verlo, sintió que el aire
mismo se detenía.
Él levantó la mirada, y en ese momento, sus ojos se cruzaron
como dos estrellas que se reconocen en la vastedad del universo. “Era como si
todo el mundo hubiera dejado de existir, y solo quedáramos nosotros, entre las
aguas y la luz, entre lo prohibido y lo deseado”.
– ¿Qué buscas aquí, princesa? – preguntó Miguel, su voz
suave como la brisa que acaricia las hojas.
Elena no pudo responder. No tenía palabras suficientes para
lo que sentía. Solo dio un paso hacia él, y en ese paso, sus corazones ya
habían comenzado a latir al mismo ritmo, un ritmo que no comprendían, pero que
sentían profundo y verdadero.
Las horas se hicieron días, y los días, momentos robados al
tiempo. Se encontraron en la penumbra de las noches estrelladas, donde las
sombras no podían juzgar lo que no podían ver. En cada encuentro, en cada beso
furtivo, se decían más de lo que sus bocas podían pronunciar.
“Te amé en el silencio de las estrellas, donde las palabras
no existen, y solo nuestros cuerpos pueden hablar. Te amé con la fuerza de la
luna, que, sin pedir permiso, ilumina la oscuridad”.
Pero, como todo lo prohibido, el amor entre Elena y Miguel
no podía durar. El padre de Elena, un hombre de hierro y reglas, pronto
descubrió el secreto. La furia de su corazón no tenía piedad, y el amor que
floreció entre ellos se convirtió en una amenaza que debía ser erradicada.
“Tu amor es un veneno, una mancha en la historia de nuestra
familia”, le dijo él, mientras la miraba con ojos llenos de furia y desdén. “No
eres más que una niña que juega con fuego. Te casarás con quien yo elija, o
vivirás con las consecuencias”.
Elena lloró, pero no con las lágrimas de quien se rinde.
Lloró con la pasión de quien sabe que el amor verdadero no tiene dueño. Esa
misma noche, cuando el cielo se tiñó de estrellas rotas, dejó una carta en su
almohada, como un último suspiro de libertad.
“Te amo con la fuerza del río, que no pide permiso para
fluir. Y aunque mi cuerpo se vea atrapado, mi alma siempre será tuya”.
Al amanecer, desapareció entre las sombras, cruzando el río
que dividía los dos mundos. Buscó a Miguel con el corazón palpitante, sabiendo
que el futuro que les esperaba no sería fácil. Pero en sus brazos, todo era
posible. En sus ojos, el amor no tenía límites.
“Amor mío, no temas. Si debemos morir por este amor, que así
sea. Pero mientras vivamos, lo haremos en cada rincón del universo, en cada
latido, en cada respiro”.
Elena y Miguel se encontraron, como dos llamas que no podían
apagarse, aunque el mundo entero se opusiera. Se amaron con la intensidad de lo
imposible, con la pureza de lo prohibido. Y aunque el destino los separó una
vez más, sabían que su amor había sido eterno, como las estrellas que, aunque
no siempre brillen, nunca dejan de existir en el cielo.
“Nuestro amor, aunque no esté en el tiempo, será siempre el
susurro que la luna escucha, el eco que el viento guarda en su pecho”.
Negrilla