Florecilla
Ella miró su reflejo en el espejo. Sus ojos, llenos de vida, ahora parecían dos sombras. Había aprendido a maquillarse rápido, a cubrir moratones con base y sonrisas forzadas. Nadie nunca debía notar nada. “Tropecé con la puerta”, repetía. “Estoy bien”.
Al principio eran palabras duras, luego empujones, después
un miedo constante. Cada paso, cada palabra, podía ser un detonante. Aprendió a
medir cada respiración, caminar sin hacer ruido. Su casa, la que un día fue su
refugio, se convirtió en su propia cárcel. Una tarde, paseando por la calle,
una desconocida le susurró: “No es tu culpa”. Unas palabras que la hicieron
temblar. Una noche, cuando él llegó, no esperó a ver cómo era su estado de
ánimo. Agarró una mochila que había escondido bajo la cama y salió. El corazón
latiéndole en la garganta, empezó a correr sin mirar atrás.
Hoy, desde su casa, con calma, y con las paredes llenas de luz, ella reconstruye su vida. Aún sanando sus heridas, pero aprendió a no bajar nunca más la mirada, a no tener miedo al sonido de unas llaves. Ella sabe que el camino no es fácil, pero también sabe que la libertad es posible. Y que nunca más tendría que decir “tropecé con la puerta”.
Florecilla