Mis manos vacías

Todo inicia conociendo a mi esposo en el año 2000, un gran hombre, y a mi amada suegra, Nancy, a quien desde que la vi sería la persona que cambiaría mi vida y que nos acompañaría hasta su último suspiro. Yo era una mujer que había sido madre muy joven de tres hermosos hijos; luego, con mi esposo y nueva familia, emprenderíamos un viaje a Ecuador por una propuesta laboral hecha a él.

Nancy siempre estuvo a nuestro lado, a pesar de muchos problemas de salud, tanto físicos como mentales, los cuales pasaron a ser incontrolables algunas veces. Pero ella, con su gran corazón, siempre lleno de amor. Y por esto decido ponerme al frente de su situación para ayudarla. Así, todo gira a su alrededor, citas, controles, exámenes, etc. Para descubrir su patología.

Pasa el tiempo y surge una serie de derrames cerebrales y queda en cuadriplejia; los médicos nos dicen que tal vez no aguante mucho tiempo o que con mucha suerte o un milagro sobrevivirá.

Dios se convierte en mi palabra y guía, sin embargo, lo que al inicio parecían unos días de cuidado, se convierten en años; yo, muy cansada, seguía en la lucha dándolo todo por ella. Cada día era más difícil y aún más para ella, lo reflejaba su rostro, pero no perdía su mirada de agradecimiento, la cual inspiraba mucha ternura y a la vez era mi motivación.

Pero el esfuerzo valió la pena, me convertí en su madre, me pedía la bendición antes de dormir, y luego le colocaba su manta. Volvió a levantarse, caminar e ir poco a poco. Nos convertimos en una sola persona y ese gran amor por ella me daba las fuerzas para seguir y olvidarme de mis dolores y cansancio físico.

Pero llegó la pandemia COVID-19 y me la arrebató. Nancy fallece, no aguantó y no fui capaz de despedirme de ella.

Fueron veinte años de cuidados, y cuando murió sentí que moría sin ella, ya no estaba a mi lado, su voz retumbaba en mis oídos, me decía: “mamita…”

Esta es mi historia, Nancy, mi amada suegra.

Flor de vida

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